Lo típico que pasa. Que estás tú
tan tranquilo bañándote en la playa y se te aparece un monstruo grande y te
engulle. Pero vamos, que no es un monstruo. Que es un submarino. Modernito y
tal, pero submarino al fin y al cabo. Concretamente el Nautilus del capitán
Nemo, el famoso, el de la peli (o el del libro, por si me lee algún ilustrado).
Y ya la cosa cambia. Ya no es que se te zampe un monstruo, que duele y eso. Ya
hablamos de un submarino chulo, como de cine, y de un capitán pintón al que se
le puede pedir un autógrafo. La cosa es que hablando y hablando vas y le caes
bien al capitán Nemo y al final te invita a comer allí mismo, en su lujoso y
enigmático submarino. ¿Te imaginas las cosas maravillosas que comerías?
Pues mira, ni idea, pero me
imagino que no mejor que en el Aponiente de Ángel León, que estuve el otro día
y eso sí que es colarse en la cocina del Nautilus y ver lo que dan de sí 20.000
leguas de viaje submarino. Flipante.
Hay que tener cuidado porque a
Ángel León cualquier día llegan los japoneses y nos lo secuestran, como si
fuera un atún rojo de la almadraba, porque estoy seguro que los nipones, tan de
pescadito ellos, iban a alucinar con las cosas que hace el chef del mar. Porque
este hombre lleva a los peces a sitios en los que nunca habían estado. Y todos
ricos y sorprendentes.
Oye, y lo hace así sin alharacas,
como sin darse importancia. Que entras por la puerta y te dan un vinito y una
puntita de embutido marino (salchichón, caña de lomo, butifarra, lo que
quieras) que los pruebas y te convences de que igual voladores no existen, pero
que cerdos marinos hay fijo. Y que se alimentarán con ricas bellotitas de algún
alga-encina de las profundidades y que hozarán cosas ricas entre caracolas. Si
no, no tiene explicación. Pero puestos a cautivar a mí lo que me enamoró ya de
entrada fue un cucurucho con la versión angelina del pescadito frito. Un
manjarcillo. La demostración de que una bahía de Cádiz con su salitre, sus algas,
sus peces, sus barcos y sus poetas, cabe en un cucurucho de papel.
Y te sientas en tu sillita y llega
Juan Ruiz, que parece que es el señor que maneja la sala, pero que en realidad
es un duendecillo travieso, hijo de Baco y heredero de sus saberes, al que, si
le dejas, te va a demostrar que el vino es un océano pequeñito que nos podemos
beber. De la mano de alguien como él, claro. Porque hay que saber mucho del mar
para meterlo en un copa.
Y antes de que te des cuenta vas a estar comiéndote
el mar a mordiscos intensos y chiquititos. Un queso marino que estalla en la
boca como si hubieras besado a una sirena de las guapas, guapas, y te hace
descubrir por qué los marineros antiguos saltaban por la borda tras ellas al
oírlas cantar. Y de repente aparece un pimiento verde que es una delicia de
calamarcito relleno que te convence de que Nemo ha plantado un huerto bajo el
rompeolas. Y a partir de ahí, ya nada es lo que parece o es lo que son los
peces cuando nadie les ve. Al León marino le sale el lado canalla y te planta
en la mesa un cacho de panceta que es un pulpo fino y tierno de esos que te
siguen a casa, te miran con ojitos tristes y te los quedas de mascota. Y
aparecen unas papas con chocos pero hechas raviolis que le dan la vuelta a
todo, como si al guiso marinero le hubiera revolcado una ola. Y llegan los
lomitos de sardinas y una ostra travesti que te hace en la boca un temporal
marino, y un arrocito con sus chirlas que se ha traído el placton en una maleta
para que sepas por qué es el plato favorito de las ballenas más gourmet.
Y siguen llegando cosas ricas y
llega un momento en que se te va un poco la olla. No sé. Entras en el juego de
esa prestidigitación marina que va sacando Ángel León de su sombrero de copa (o
su escafandra de buzo) y acabas sintiendo con la comida lo que le pasaba a Scott Fitzgerald con el alcohol, “primero tomas una copa, luego la copa toma otra copa, luego la copa te
toma a ti”. Al final eres como una sardina, como un berberecho, como
una amebilla primordial y feliz que se zampa voraz y contenta todas las
maravillas que le ponen a tiro. Y te ves metido en el mar sin descalzarte,
gozando entre galeras en ámbar, caracolillos marinos y pepinos de mar. Y cuando
crees que lo has visto todo, que ya nada del mar te va a sorprender, que a
estas alturas tú ya con Neptuno de igual a igual, en plan colega, te sirven un
hueso con su tuétano, que es de un atún rico de llorar y que ya te deja loco. Y
aún faltan los postres, uno de manzana en el que aún se cuela el mar con un
rastro de huevas de pez volador, una tartita de limón fina, crujiente y
deliciosa, y un cubito moruno y vaporoso, que se deshace en un aroma de
especias exóticas y te planta de repente en un zoco morunillo del otro lado del
Estrecho. Como era de esperar, porque al final de todos los viajes marinos hay
una playa que lleva siglos esperando tus huellas.
APONIENTE
Dirección: Calle Puerto Escondido número 6
Población: El Puerto de Santa María
Teléfono: 956851870
4 comentarios:
jajaja que gracioso eres
http://senoritamandarina.blogspot.com/
No puedo dejar de pasarme por este restaurante, ya que soy del Puerto, y comprobar por mi misma esas exquisiteses marineras. Un saludo, Laly
Hola!,como estás? tienes unas fotos increibles!
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Saludos
Mucho a tenido que cambiar este "cocinero estrella Michelin" porque cuando aterrizó en el Puerto no preparó ni un solo plato que fuera digno de alabanza. Digo más, ni siquiera que fuera normalito. Y lo digo sin acritud pero con conocimimiento de causa.
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